En los años sesenta aparecieron movimientos culturales que pretendían
cambiar el mundo. Querían más libertad sexual, el fin del consumismo
capitalista y un reencuentro con la naturaleza. Sus proclamas aparecían
en la televisión con música pop de fondo, y parecían en verdad el inicio
de una revolución.
Sin embargo, esas formas de vestir y hablar extravagantes, esa música estridente y esa rebeldía vital no sólo no acabaron con el capitalismo, sino que pasaron a formar parte del sistema y a ser asumidas por la publicidad de las grandes empresas y la propaganda política.
Desde entonces, las revueltas de esa clase se han multiplicado -en España, por ejemplo, con la Movida madrileña o el movimiento antiglobalización-, pero su destino siempre ha sido el mismo: la disolución de sus propuestas políticas, el triunfo de su estilo y su cultura, y el surgimiento de una figura singular: el rebelde burgués.
Con las imágenes del reciente 15-M aún en la retina, esta mirada a la revolución divertida constituye una reflexión fundamental sobre la sociedad contemporánea.
Sin embargo, esas formas de vestir y hablar extravagantes, esa música estridente y esa rebeldía vital no sólo no acabaron con el capitalismo, sino que pasaron a formar parte del sistema y a ser asumidas por la publicidad de las grandes empresas y la propaganda política.
Desde entonces, las revueltas de esa clase se han multiplicado -en España, por ejemplo, con la Movida madrileña o el movimiento antiglobalización-, pero su destino siempre ha sido el mismo: la disolución de sus propuestas políticas, el triunfo de su estilo y su cultura, y el surgimiento de una figura singular: el rebelde burgués.
Con las imágenes del reciente 15-M aún en la retina, esta mirada a la revolución divertida constituye una reflexión fundamental sobre la sociedad contemporánea.
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